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miércoles, 30 de noviembre de 2016

Madre de misericordia. Una novena a la Inmaculada


Pablo Blanco Sarto
Madre de misericordia
9   días con María







Durante los días 30 de noviembre a 8 de diciembre de 2015 tuvo lugar la tradicional novena de la Inmaculada en el Polideportivo de la Universidad de Navarra. Resulta bastante impresionante ver esas amplias instalaciones llenas de estudiantes que no van a presenciar un evento deportivo, sino a asistir a una misa en honor de la Madre inmaculada. Es una tradición universitaria que incluso se adelantó tres siglos a la definición solemne de este dogma mariano por parte de la Iglesia. La universidad es vanguardista, a la vez que una garante de toda verdadera tradición.
El tono de estas intervenciones pretendía ser universitario: sencillo, con algún dato erudito y con el sentido del humor propio de los estudiantes. Pienso que no se deben de tomar demasiado en serio esas bromas más que para reír, si apetece. El hilo conductor es la misericordia divina, pues el último día de la novena comenzaba precisamente el Año de la misericordia convocado por el papa Francisco. María es Madre de misericordia, precisamente porque es la que nos trajo a Jesucristo, que es la misericordia del Padre. También se habla del Padre y del Espíritu.
Como broche de oro a esa novena, contamos en primer lugar con la presencia del obispo Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, quien antes del penúltimo día dirigió la palabra a los allí presentes. Nos animó a ser “muy marianos, muy de María”: si miramos con devoción su vida, descubriremos detalles en que podremos mejorar; si nos metemos en el alma de la Virgen, ella nos llevará a Dios. Recordó las palabras de san Josemaría, quien se acogía más a la misericordia de Dios que a su justicia, para que Jesús le metiese enseguida en sus llagas. El último día presidió la concelebración eucarística don Francisco Pérez, arzobispo de Pamplona, en una repleta catedral de Pamplona, y nos alegramos de haber sintonizado tanto con su predicación, donde realizó una decidida convocatoria a que cada uno descubriera su propia vocación.




Pamplona, 8 de diciembre de 2015

I. Ser apóstol en época de exámenes

1. Este verano he tenido la suerte de ir a Viena. Estando allí, un día fui a visitar la catedral de san Esteban, donde está la conocida imagen de María Pötsch y el Púmmerin, la campana que pesa 20.130 kilos, según informa Wikipedia. Allí pasamos junto al púlpito de piedra, donde todavía se puede predicar. El que hacía de guía, Christian Spalek, actual rector de la céntrica iglesia de Sankt Peter, nos dijo señalando la barandilla de la escalera que permitía ascender hasta el púlpito, desde donde se predica: “¿veis lo que hay en la barandilla?” Nos miramos con cierta extrañeza, y entonces añadió: “son sapos, sapos de piedra en el mismo pasamanos”. ¡Qué incómodo!, pensamos alguno de los que estábamos allí. “¿Sabéis para qué son?”, siguió explicando con una mirada más bien enigmática y pícara. “Ni idea”, fue la respuesta general. “Son para recordar al predicador que los diez primeros minutos del sermón son para Dios; los diez siguientes, para los hombres; y los últimos diez, para el diablo, representado en los sapos de piedra de la barandilla”. Quedamos asombrados ante una advertencia tan práctica y la sabiduría pastoral de los vieneses. Por mi parte, he de decir que he hecho el firme propósito de no dedicar ni un solo minuto al diablo…
Comenzamos esta novena de la Inmaculada llenos de esperanza y con grandes deseos de interceder por los exámenes. Es algo que se puede apreciar en la cara de los presentes, y tal vez nuestra Madre será capaz de ablandar los duros corazones de los profesores. Ella es, al fin y al cabo, la Madre de misericordia. Cuando somos examinados, pedimos más misericordia que justicia, y es lógico: es lo propio de las madres. Además, empezaremos ahora el Año de la misericordia convocado por la papa Francisco, que también obliga lógicamente a los examinadores... Por si fuera poco celebramos también hoy la fiesta de san Andrés apóstol, patrono de Rusia y Escocia. Nacido en Betsaida, fue primeramente discípulo de Juan Bautista; siguió después a Jesús, a quien le presentó a su hermano Pedro. Andrés y Felipe fueron los que llevaron ante Jesús a unos griegos, y el propio Andrés fue precisamente quien hizo saber a Cristo que había un muchacho que tenía unos panes y unos peces (era un hombre práctico: había estudiado ADE, tal vez ADE bilingüe, diríamos hoy). Y entonces se obró el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces: gracias a la iniciativa de Andrés y a la generosidad de aquel muchacho.
Es bonito ver cómo empieza la Iglesia con la predicación del Reino: Juan el Bautista había sido apresado por Herodes Antipas, por haberle dicho verdades como puños. Jesús va entonces a Galilea y no a Jerusalén, “porque no había llegado su hora”, huyendo de la ira de los fariseos. Comenzó entonces allí a predicar la conversión: “El tiempo se ha cumplido; ha llegado el reino de los cielos: convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Y es entonces cuando viene la llamada: “pasando junto al mar de Galilea”, concreta el evangelista (cf. Mt 4,18-22). Allí, en medio del trabajo (en medio de los exámenes, diríamos hoy), entre barcas y redes, como le gustaba repetir a san Josemaría, el Señor pronuncia esas palabras: “seguidme y os haré pescadores de hombres”. Sí, precisamente en medio del lío, cuando estaban agobiados con tanto que hacer, va Jesús y nos llama. A veces nos parece que los exámenes es un tiempo de perdición, un desastre, la hecatombe: “las bibliotecas hierven –evocaba el profesor Vidal-Quadras–, las fotocopiadoras echan humo, los universitarios sucumben al histerismo”.
Por el contrario, no voy a decir que los exámenes son mejores que las vacaciones, pero siempre he defendido que el tiempo de exámenes es un kairós, como dicen los griegos: un tiempo de gracia. Ahora hay tiempo para estudiar, para leer, para rezar, para hacer más deporte… Sí, es un tiempo de gracia, porque precisamente en medio de todo esto podemos escuchar la voz de Jesús dirigida a cada uno de nosotros: “sígueme y te haré pescador de hombres”. Cuentan que, en una ocasión, un sacerdote recién ordenado fue a predicar este mismo pasaje del Evangelio a un grupo de universitarias. Claro, el reto era el lenguaje inclusivo: había que expresar esta frase en términos femeninos, y por eso se fue repitiendo mentalmente: “nosotros, vosotras, nosotros, vosotras…”. Así que le pareció muy sencillo: simplemente había que pasarlo al femenino y ya está; así que muy ufano lo formuló del siguiente modo: “y entonces dijo el Señor: ‘seguidme y os haré… ¡pescadoras… de hombres!’”. Una carcajada le hizo notar que algo no había funcionado bien (no era en absoluto una broma) y, cuando reparó en las trampas del lenguaje y fue consciente de lo que había sugerido, tuvo deseos de que se abriera una compuerta a sus pies y que pudiera desaparecer de la escena lo más rápidamente posible. “¡Tierra trágame!”.

2. Pues el Señor nos llama a ser pescadores de… personas, de “almas, que son para ti y para tu gloria”, como repetía san Josemaría. No somos nosotros quienes pescamos: es el Señor, como en la pesca milagrosa, cuando se demostró la incapacidad de pescadores tan expertos como san Pedro. Es Cristo quien pesca y nos libera. Un antiguo escritor cristiano llamado Jerónimo, que después fue santo, contaba cómo –en esa divina pesca– el pez es sacado de las aguas turbias y sucias, y llevado después no solo a aguas más claras, sino fuera del agua. Y además ese pez puede respirar sin dificultad, y ya no necesita branquias, pues ha desarrollado unos pulmones propios. Y puede respirar libremente. Pues eso nos ocurre a nosotros, cuando recibimos la gracia del bautismo (y de la confesión, como segundo bautismo y tribunal de misericordia): salimos de las aguas contaminadas del pecado y podemos respirar el aire puro: la misma gracia. E incluso volar “como águilas”, tal como decían los místicos.
“Seguidme y os haré pescadores de hombres”, sigue repitiendo el Señor en nuestros días: ¿cuántos amigos nuestros necesitan ser liberados de una vida triste, gris, alicorta? Te acordarás cómo san Josemaría ponía esa contraposición entre el águila y el “ave de corral”. En vez de quedarnos en el gallinero picoteando el cemento, estamos llamados a volar muy alto, a ver y amar a Dios, a mirarlo “de hito en hito”: fijamente, contemplando sin descanso y sin cansancio, decía san Josemaría. Tras ver al Señor, aquellos primerísimos apóstoles se animan a seguirle: “dejando las redes, dejándolo todo [=las redes era todo lo que tenían] le siguieron”. (Seguro que has visto ese meme de wattsapp, en el que aparecen los iconos de algunas redes sociales –You tube, facebook, wattsapp…–, con esta inscripción: “dejando las redes, le siguieron”). Así empezaron Andrés y su hermano Pedro, que luego llegará muy lejos: nada menos que a Roma. Y allí empieza todo un boca a boca que llega a tener un efecto en cadena hasta nuestros días: habían venido Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y vendrán después Felipe y Bartolomé… y Mateo el publicano, el recaudador de impuestos. Así empezó la Iglesia y así dio comienzo al Reino que se consumará en el cielo. Porque fue llamando a todos, uno a uno. Como ahora, ni más ni menos.

3. En una ocasión, tal día como ayer, primer domingo de adviento, san Juan Pablo II –recién elegido papa– había convocado a los universitarios romanos. “No hay nada que hacer”, le repetían los expertos: Roma no es Cracovia, y los romanos son grandes escépticos. “Soy ateo: no creo en el papa”, solían repetir los estudiantes con su habitual y casi eterna sorna romana. Pero el papa Wojtyla había querido convocarlos y, ya que las estructuras oficiales no funcionaron, se pasó al sistema del boca a boca, del uno a uno, de una a una. Grupos de individuos descontrolados se lanzaron pues, invitación en mano, a hablar con los estudiantes de las universidades romanas. Y fueron distribuyendo todos los biglietti que pudieron. Pues bien: el día de marras estaba el papa polaco asomado a la ventana que daba a la plaza de san Pedro, y aquello no parecía especialmente animado. No había mucho ambiente: allí venían dos, después otros tres, otras dos, otros cuatro… Al final, cuando el papa bajó para celebrar la santa misa, ¡la basílica estaba abarrotada! Fue uno a uno, una a una… Por si fuera poco, nosotros tenemos ahora la prolongación de las redes sociales, wattsapp y otros medios digitales, que nos permiten llegar a ese mar sin orillas que es el espacio virtual. Allí podemos pescar todavía más personas para Cristo. Ese es el apostolado, como hizo Juan el Bautista: se quitó de en medio y dijo: “ese (ahí), ese es el Cordero de Dios”. Y perdió a sus discípulos, pero los ganó para Cristo.
Según la tradición, Andrés predicó el Evangelio en Grecia, mientras otros afirman que llegó también a Estambul, a Kiev e incluso a Escocia en forma de reliquia (esto sí que es viajar: ríete de Erasmus) y murió crucificado en Acaya, en territorio griego. Su nombre y sobre todo el nombre de Cristo llegaron hasta los confines de la tierra entonces conocida. Tuvo una vida útil, llena de fruto. Podemos pedirle a san Andrés la valentía de un apóstol; y podemos pedirlo por la intercesión de María, Madre de misericordia, Madre del amor hermoso (“misericordia es otro nombre del amor”, dijo Benedicto VI): que ella nos ayude a escuchar la voz de Dios en este tiempo de exámenes. Que sepamos escuchar ese “seguidme y os haré pescadores de hombres”. Tal vez podamos decirles a ese, a esa, agotados de tanto estudiar (como he escuchado en más de una ocasión): “Oye, ¿vamos a la novena?”. “Venga, ¡va!”. Y con ese sencillo acto, se podrán animar. Encomendémoslos pues a nuestra Madre inmaculada, Madre de misericordia, y seguro que también ellos encontrarán al Señor y sus palabras que les repiten: “Seguidme y os haré pescadores, pescadoras…”. Que así sea.


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