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miércoles, 30 de noviembre de 2011

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lunes, 28 de noviembre de 2011

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martes, 22 de noviembre de 2011


Discurso en el Reichstag (2011).

            Aterrizó en el aeropuerto berlinés de Tegel. A su llegada, el papa alemán fue acogido con veintiún salvas de cañón, como prevé el protocolo de las visitas de un jefe de Estado. Allí apareció ya enunciada la relación entre política y religión, que el papa desarrollará con más detalle más adelante en el parlamento alemán. La religión ofrece también una importante contribución a la sociedad. «La religión –dijo ahí– es una cuestión fundamental para una convivencia lograda». Benedicto XVI recordó que, «como la religión necesita de libertad, así la libertad tiene necesidad de la religión».
La religión genera libertad, mientras la ausencia de Dios y de toda verdad, da lugar al relativismo, la dictadura y el totalitarismo: es esta la conocido tesis de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. ahora bien, ¿será esto cierto? Para responder a esta pregunta, veremos en primer lugar 1) lo que dice el papa sobre la religión y la democracia, después 2) abordaremos su discurso sobre el ecologismo y, en fin, intentaremos ahondar en el dilema establecido y ya planteado entre la razón y el relativismo.

I. DEMOCRACIA Y LAICIDAD

Un papa en el parlamento. Esta ya podría ser una primera pregunta que nos podríamos plantear: ¿qué hace un papa en una institución política? ¿No sería este un gesto poco moderno, más acorde con otras épocas pasadas ya felizmente superadas? Benedicto XVI afirmó que iba allí como sucesor de Pedro y como ciudadano alemán. También el papa puede decir algo interesante en el parlamento más poderoso de Europa.
El Reichtstag es el edificio más emblemático del poder popular en Alemania, reconstruido según el estilo posmoderno tras la unificación alemana. Está situado junto al hermoso e histórico Paseo de los Tilos (Unten den Linden) y no lejos de la Puerta de Brandenburgo, en el corazón del Berlín más deslumbrante. En el Reichstag hallan su sede actualmente las dos cámaras del parlamento federal alemán (Bundesrat, la cámara baja, y el Bundestag, la cámara alta).
Allí iba a tener lugar lo que John L. Allen ha llamado «el mejor discurso de su pontificado». Toda una síntesis del pensamiento del papa sobre la democracia en el Estado liberal. Der Spiegel calificó el discurso de «valiente y brillante», el Bild lo tildó de «pieza maestra». También el Frankfurter Allgemeine Zeitung publicó íntegra la intervención papal y el London Guardian publicó un amplio comentario del discurso.
Tal vez esto podría ser ya una pequeña muestra de que la religión tiene un espacio social y mediático, una cierta visibilidad social. Sin embargo, como se sabe, no todo el mundo estaba de acuerdo con esta intervención. Días antes una campaña había movilizado a decenas de diputados en contra de la presencia del papa en el Bundestag, aunque –como observaba con ironía la misma prensa– antes se había visto a los mismos representantes aplaudir en pie el discurso de Vladimir Putin, mientras su aviación y artillería arrasaban Chechenia…
¿Era oportuno un discurso del papa hablando sobre la libertad y la democracia? El papa se dirigió a la tribuna de oradores. Después de equivocarse de lugar donde había de pronunciar el discurso, hubo de ser conducido por el presidente del parlamento al lugar previsto. Ejerció pues de profesor despistado… Empezó. «Desde mi responsabilidad internacional –afirmó de un modo bastante aséptico, a mi modo de ver–, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del Estado liberal de derecho».
Iba a los fundamentos, por tanto, y no a las soluciones concretas. Iba al fondo de la cuestión. Ejercía allí casi más de profesor alemán que de papa. Acudiendo al relato del rey Salomón, Benedicto XVI extraía leccionas para los políticos en el antiguo testamento, libro inspirado compartido también por los judíos. Era una llamada a la sabiduría y a la anticorrupción, que nunca viene mal, incluso en su querida Alemania.
La sabiduría de Salomón nos podía hablar sobre el sentido de la política actual. «La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz, decía allí el papa. Naturalmente, un político buscará el éxito [=la mayoría o ganar las elecciones], que de por sí le abre la posibilidad a la actividad política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia». El éxito electoral o político no puede estar por encima de la justicia y del sentido del derecho. Cuando estos desaparecen, entonces sobrevienen males para todos.
La democracia ha de tener en el corazón este concepto de la justicia y del derecho. En contra de toda posible dicotomía o separación, el papa pedía una justicia política y una política que se avenga a los dictámenes de la justicia y por tanto de la ética. Si no, sobrevendría el desastre, preconizaba, casi diagnosticaba. Y continuaba citando a san Agustín: «“Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una panda de ladrones?”. Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera».
Una de las primeras medidas que tomó el nacionalsocialismo fue controlar los órganos judiciales (puso a sus jueces-títeres del régimen), a la vez que suprimía toda referencia moral universal. El nazismo se sirvió así del relativismo para hacerse con el poder y eliminar cualquier posible resistencia.
También en aquella ocasión el olvido de Dios llevaba al final al olvido del hombre. «El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo», sentenció el papa. El ser humano puede construir o destruir: puede construir un jardín o plantar un bosque, pero también puede provocar un desastre, diseñar un desierto, un lugar inhóspito y poco humano. Y lo que es todavía peor: puede autodestruirse. «Se puede manipular a sí mismo, continuaba diciendo el papa. Puede, por decirlo así, producir seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos que sean hombres». Puede en definitiva matar y atentar contra la dignidad de las personas, como demuestran la historia y los periódicos uno y otro día.
Por eso hacen falta la ética, la justicia y la sabiduría. «La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma», recordaba Benedicto XVI.
Esto no era una tesis fundamentalista o neoconservadora –seguía argumentando el papa–, sino un diagnóstico empírico, una verdad comprobada en más de una ocasión. El cristianismo deja hacer al político, mientras no entre en el ámbito de la ética, porque –sin ella– todos perdemos. «Contrariamente a otras grandes religiones –seguía Benedicto XVI–, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación». Tan solo remite a la ética, a la justicia, al derecho.
No existe una concreta orientación o partido cristianos o católicos, recuerda el papa, sino que los cristianos han sido animados a dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. Es lo que el papa ha llamado «laicidad positiva», que se opone al «laicismo negativo», que querría sacar a la religión fuera de la esfera pública e meterlo en las sacristías. No se requiere una política confesional para defender los derechos humanos, entre los que se encuentra también la libertad religiosa. Basta con estas instancias comunes. La «laicidad positiva» es una consecuencia directa de los conceptos de libertad y de justicia.
Laicidad positiva: haría falta apelar al nombre de Dios para que la paz, la justicia y la libertad tengan un espacio verdadero y real en la vida social. Pero esto se puede también lograr, insiste el papa una y otra vez, si tenemos en cuenta las instancias de la verdad y la razón. Pongamos un ejemplo. «Un día después –comentaba un jurista–, con la experiencia de Ratisbona sin duda en la memoria, el papa planteó con suma delicadeza a los representantes musulmanes el reverso su mensaje: la importancia de la laicidad».
El papa alemán había reconocido antes que los musulmanes se han convertido en un «componente» de Alemania, durante un encuentro con representantes del islam. «La presencia de numerosas familias musulmanas –dijo allí, en un Berlín con amplia representación musulmana– desde los años setenta del siglo pasado se ha convertido en una característica creciente de este país». Habría que recordar que en Alemania residen entre 3,8 y 4,3 millones de personas de confesión musulmana. La realidad actual alemana es multicultural, multikulti, como dicen allí. Verdad y laicidad son dos instancias complementarias. La verdad no necesita del fundamentalismo o del pensamiento único para hacerse valer en la sociedad. Ella misma se impone.
El escritor argentino Jorge Luis Borges definió la democracia como la dictadura del número. Esto es cierto cuando no existe un concepto universal de verdad, de justicia, de libertad. El papa criticaba esta apreciación puramente numérica y cuantitativa de la democracia y del bien social. «Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, continuaba el papa su discurso en el Bundestag, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente». No basta con la superioridad numérica, sino que se requieren criterios que vayan más allá de la mayoría parlamentaria. Hay que oponerse a toda tiranía, también a la numérica.
Volvió entonces a apelar a la historia del país germano. «Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia han actuado contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad». Los que se opusieron a la opresión de la dictadura nazi –cristianos o no– lo hacían apelando a la razón, a la conciencia, a la justicia, a la condición humana, a la dignidad de la persona.
El cristianismo –seguía diciendo– «se ha referido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios». Dios es razón, el Logos que ha creado por amor, como recuerda el prólogo del evangelio de san Juan. Por eso cabe apelar a la razón y a la conciencia, a la naturaleza y a la ley natural, que es apelar en última instancia a Dios creador.
Todo esto procede de esa Razón que es amor al mismo tiempo, y que ha creado todas las cosas. Pero también es legítimo apelar a estas instancias intermedias y comunes: la razón, la conciencia, la naturaleza. En ámbito social y político, el papa no remitía de modo directo a la fe, sino que lo hacía sobre todo a la razón. Es una consecuencia de las relaciones abiertas entre la fe y la razón, entre Iglesia y Estado, y del concepto de laicidad positiva, en última instancia. Siendo realidades distintas, no tendrían por qué presentarse distantes. Pueden mirar –desde la diferencia– en la misma dirección.

II. LA PREGUNTA DEL ECOLOGISMO

El problema de este mundo por tanto, como decía Chesterton, no es tanto la falta de fe sino la falta de razón. A veces hay demasiada credulidad, excesiva superstición ideológica o presuntamente científica. La razón y la conciencia constituyen una plataforma común, un punto de contacto para todos los ciudadanos, creyentes o no. La naturaleza y el medio ambiente constituyen también nuestro hábitat, el entorno común que todos compartimos. Y aquí venía el conocido guiño de Benedicto XVI a los ecologistas.
Tras hacer referencia a esos edificios que no tienen ventanas al exterior y toda la vida que discurre dentro es del todo artificial, el papa pronunció la conocida parte del discurso rabiosamente aplaudida por los parlamentarios verdes y los ecologistas que quedaban en la asamblea parlamentaria. «Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta –afirmaba  el papa–, aunque quizá no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni relegar, porque se percibe en él demasiada irracionalidad».
El atentar contra la naturaleza es un ejercicio irracional. Algo de sintonía existía entre las posturas pontificias y las de los movimientos ecologistas, si bien el papa lo relaciona siempre con el dogma cristiano de la creación. La naturaleza y el medio ambiente han de ser tutelados porque han salido de las manos de Dios y porque son valiosas en sí mismas. En ese acto creador han cobrado un logos, un sentido del que no podemos disponer arbitrariamente. Es de aquí de donde nace la categoría del respeto a la naturaleza.
Por eso, seguía diciendo el papa, hace falta también ver la naturaleza con una mirada amplia. «Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza en modo puramente funcional, como las ciencias naturales la explican, no puede crear ningún puente hacia el ethos y el derecho, sino suscitar nuevamente sólo respuestas funcionales». Una visión de la naturaleza que sólo busca su uso y disfrute acaba por destruirla. La naturaleza no está sin más para ser usada, sino para que sea mirada con respeto y amplitud, para vivir en ella.
Pero también se refirió a ese trozo de naturaleza que hay dentro de nosotros: a la ley natural por excelencia, la que está escrita en nuestros corazones, decía san Pablo. Esta ley natural sería a su vez el fundamento de los derechos humanos, aunque tal vez esta terminología había dejado de estar de moda en cuanto tal. Tal vez el movimiento ecologista esté ayudando, de modo indirecto, a fijar de nuevo nuestros ojos en ella. Aparte de las leyes civiles hay una ley natural, escrita en los corazones, en la mente y en la conciencia.
No basta un mero positivismo jurídico sin más para legislar. Las leyes no son solo buenas porque hayan sido promulgadas, sino sobre todo porque custodian lo mejor de la naturaleza, de la persona humana y de la sociedad. La teoría contraria prevalece sin embargo hoy en ámbitos especializados, seguía recordando: se trata del positivismo jurídico, cuyo máximo representante es el austríaco afincado en Estados Unidos Hans Kelsen (1881-1973), uno de los “padres” de la democracia del siglo XX.
El papa citó un texto escrito por el jurista austriaco a los 84 años, e ironizó con esa que es su misma edad: «es animante descubrir que todavía se puede decir cosas interesantes a esa edad…». Fina ironía a la que nos tiene acostumbrados y que encontró su eco en el foro político en que se encontraba. Aquí sin embargo con seriedad Benedicto XVI presentaba lo que podríamos llamar «el caso Kelsen» y su última evolución a partir del positivismo jurídico. El mismo autor austríaco-estaunidense había afirmado que la postura del político había de ser como la de Pilatos cuando se lava las manos: para él, el problema de la verdad no es un problema. Simplemente la ignora y se deja guiar por principios más pragmáticos. «Quisiera indicar brevemente –explicaba el papa– cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable [típico en Kant]. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos».
Benedicto XVI no quería renunciar a los logros obtenidos gracias al positivismo jurídico en el gobierno de las sociedades y en las democracias actuales, pero advirtió que en sí mismo «no es suficiente» para determinar lo que es justo o injusto. Aparte de la positividad se requería un poco de sabiduría, que nos lleva hasta la misma verdad, hasta la naturaleza, hasta el ser de las cosas.
Vayamos entonces a la cita en la cual el papa traía a colación un segundo Kelsen. «El gran teórico del positivismo jurídico –dijo Benedicto XVI–, Kelsen, a la edad de 84 años –en 1965– abandonó el dualismo de ser y de deber ser». Sería este un giro de madurez, un verdadero giro copernicano en los planteamientos positivistas. La naturaleza podría entrar en el problema, tal como habían planteado inicialmente los verdes alemanes, y que volvía a proponer ahora el papa alemán. La naturaleza tiene que ver también con la política (no solo con la biología), y el ser con el deber ser, concluyó a una edad madura el filósofo del derecho austriaco. Era esta la lección que sacaba Benedicto XVI de un maestro arrepentido del positivismo jurídico.
Hemos de encontrar pues ese vínculo entre ser y deber ser, entre ética y política, entre naturaleza y actividad humana. Es lo más seguro para todos y para ese medio ambiente que todos queremos preservar. Al abandonar la verdad común a todos los mortales, se acaba cayendo en la arbitrariedad y, con ella, en la ley del Far West o del más fuerte o el más rápido... Esto se puede ver, por ejemplo, en algunos desastres ecológicos o en algunos planteamientos en torno a la bioética: manda el que tiene la motosierra o la pipeta en la mano, no el más digno, el más necesitado o lo más ecológico, como se dice ahora.
El mensaje del papa, apelando a la razón y la naturaleza, tuvo entonces su acogida. Como señalaba un analista francés, «se podía leer en la expresión de las caras y en los aplausos en el Reichstag: reflejaban una admiración sincera, paradójica... algo así como quitarse el sombrero ante el artista, incluso no pudiendo compartir su perspectiva». A pesar de la procedencia tan distinta y plural del distinguido auditorio, la argumentación había convencido. Un nuevo ejemplo de cómo la fe puede ir al encuentro de la razón secular.

III. ¿RAZÓN O RELATIVISMO?

¿Razón o relativismo? He aquí la cuestión planteada en este discurso, podríamos ir así concluyendo y cerrando el círculo. Tras abordar las cuestiones de la democracia y del ecologismo, Benedicto XVI abordaba este dilema, esta cuestión crucial. Afrontemos pues este debate con un ejemplo concreto. En un artículo titulado “La ‘dictadura’ del relativismo” (con la segunda palabra entrecomillada) un catedrático de Filosofía política refutaba el discurso de Benedicto XVI en el Reichstag. «La música de Ratzinger suena bien –decía– pero el problema está en la letra», y así contraponía las palabras de Benedicto XVI a un Kelsen distinto al citado por el papa Ratzinger en el Parlamento alemán.
«Un Estado democrático –argüía nuestro profesor– no puede aceptar que lo que, para los creyentes es pecado, sea un delito para el resto». Lo cual llama todavía más la atención pues Benedicto XVI no habló en ningún momento en términos de virtud o pecado, sino de razón, justicia, naturaleza, ecología o lo que ahora se llama ética universal (aunque también con una concepción distinta).
¿A qué venían entonces esa falsa cita catequética, o las posteriores alusiones al nacional-catolicismo que hacía ese profesor? ¿No estábamos volviendo al laicismo negativo? No era esa sin embargo la lógica del papa, quien –como veíamos– se mueve en la órbita de la laicidad positiva. Hemos de saber diferenciar entre el nivel jurídico-positivo, el ético-filosófico (el papa se movía a este nivel, como veíamos) y el religioso, del que también se suele ocupar el papa pero en otras sedes y ocasiones.
Pero no en el Reichstag, pues el público allí presente –como acabamos de ver– era bastante plural. Se puede pues hacer una defensa del medio ambiente y de la persona humana, sin necesariamente referirse a verdades de origen revelado, es decir, sin argumentos estrictamente religiosos. La razón bastaría para llegar a un consenso sobre cómo tutelar a la naturaleza y a los individuos.
Ahora bien, comparar el relativismo con el nacionalsocialismo, con una panda de ladrones y delicuentes, ¿no es esto demasiado? ¿No es el relativismo lo más tolerante y lo menos dogmático? ¿No resulta la religión el origen de todo fanatismo, de todo fundamentalismo, de toda guerra de religión, tal como recuerda una y otra vez el prejuicio ilustrado? ¿No se sigue matando todavía en nombre de Dios? Son las preguntas que se suelen hacer.
Es verdad que, en el seno de la religión, han surgido momentos de fanatismo y fundamentalismo. Sin embargo, la historia nos demuestra que las mayores masacres por ejemplo del siglo pasado no se hicieron precisamente invocando el nombre de Dios. Hitler –por poner ejemplo, sin citar a otros– fue «un ídolo pagano», tal como recordó el papa más adelante ante los judíos allí presentes. El olvido de Dios trae consigo el olvido del hombre, hemos dicho; pero también el olvido de la razón, de la verdad y de toda justicia y derecho.
El cristianismo –estaba diciendo–, en este sentido y en estos momentos, deja hacer a la política; pero a la vez apela a la razón, y no a la fe (es esta la laicidad positiva de nuevo). Niega el relativismo, porque lo que es intolerante es la ausencia de verdad. Si Dios no existe, decía Iván Karamazov, todo me está permitido. Lo mismo se podría decir de la verdad: si esta no existe, todo nos está permitido. Debe existir la verdad, y –junto a ella– la más absoluta libertad.
Por eso cabe la laicidad positiva, la mentalidad laical o la “legítima autonomía de las realidades temporales”, como dice el concilio Vaticano II. «Contrariamente a otras grandes religiones –recordaba Benedicto XVI–, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación». Es decir, no ha impuesto un sistema fundado en el binomio virtud-pecado, sino en el bien y el mal cognoscibles por todos con la propia razón y con la luz de la conciencia.
El problema no es una falta de fe, sino de razón, decíamos, aunque esa razón humana, el logos humano, se fundamenta en el Logos divino, es decir, en el Verbo, la segunda persona de la Trinidad. Para Ratzinger existe una continuidad entre el Logos divino, el logos de las cosas (la naturaleza, el sentido de las cosas) y el logos humano, es decir, la razón. Era éste el fundamento teológico de este punto de contactos con todos, creyentes o no: la existencia de un Origen que ordena cosas y personas hacia la propia realización, hacia su propio fin natural. A este Origen se puede llegar también sin tener fe, aunque para un cristiano tal origen será una Trinidad de personas, en comunión de verdad y amor.
Hoy en día nadie sostiene que contaminar un río o incendiar un bosque sea un comportamiento responsable. Aquí no somos relativistas, sino que nos damos cuenta de que nos introducimos en una esfera que no nos pertenece. Aquí sí tenemos un mismo concepto de naturaleza, no somos arbitrarios. El papa tan solo reclamaba eso: razón, ética, conciencia, naturaleza, verdad, justicia, derecho, tal como sugirió de puntillas el último Kelsen. Son estos los mejores guardines de la democracia, y lo que impide que esta degenere en la dictadura del número o en la panda de ladrones. Porque esta instancia común es algo común a todos, y porque es lo más seguro para todos.
La verdad es lo más tolerante, no un relativismo en el que (aquí de nuevo la evidencia histórica) se acaba imponiendo el más poderoso, el más astuto o el que convierte lo relativo o lo propio en un absoluto. Nace entonces un absolutismo, una dictadura, el totalitarismo del relativismo. Es cierto que existe un fundamentalismo de origen religioso, pero hay otro no menos cruel que es el fundamentalismo de origen ateo, igualmente ajeno a la razón (curiosamente, en Google solo se encuentra el fundamentalismo religioso).
Podríamos poner un último ejemplo, que presenta sus paralelismos con otros continentes: el nacimiento de Europa. «A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa, decía allí el papa. Sobre la base de la convicción sobre la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la consciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de las personas por su conducta».
Una instancia superior ha creado todo este marco de convivencia, ha protegido y tutelado a la persona durante siglos. Vayamos pues a los orígenes. «La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma, recapitulaba el papa: del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa».
La síntesis de estas tres ciudades –Roma, Atenas y Jerusalén– creó un continente donde los derechos de cada uno se le reconocían por su propia condición de persona. La razón griega, la fe bíblica y el derecho romano han creado un marco de convivencia, a pesar de sus idas y venidas, durante siglos. El resultado ha sido una gran civilización, rica y plural. Por eso, en una sociedad globalizada, posmoderna y multicultural como la actual, el recordar los orígenes de la cultura europea no es un canto a la nostalgia, sino el establecer las mejores condiciones para una convivencia pacífica.
Y esta lección europea podría servir también a los políticos, principales responsables de los derechos de los ciudadanos. Era esta la clase impartida en el Bundestag por Benedicto XVI. Por eso el papa alemán acababa con una petición que casi parecía una oración, y realizaba una nueva referencia al monarca sabio. «Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos nosotros? Pienso que, también hoy, no podríamos desear otra cosa además de un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Gracias por su atención», terminó diciendo el papa.

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