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miércoles, 30 de noviembre de 2011
lunes, 28 de noviembre de 2011
sábado, 26 de noviembre de 2011
viernes, 25 de noviembre de 2011
jueves, 24 de noviembre de 2011
miércoles, 23 de noviembre de 2011
martes, 22 de noviembre de 2011
Discurso en el Reichstag (2011).
Aterrizó
en el aeropuerto berlinés de Tegel. A su llegada, el papa alemán fue acogido
con veintiún salvas de cañón, como prevé el protocolo de las visitas de un jefe
de Estado. Allí apareció ya enunciada la relación entre política y religión,
que el papa desarrollará con más detalle más adelante en el parlamento alemán.
La religión ofrece también una importante contribución a la sociedad. «La
religión –dijo ahí– es una cuestión fundamental para una convivencia lograda».
Benedicto XVI recordó que, «como la religión necesita de libertad, así la
libertad tiene necesidad de la religión».
La religión
genera libertad, mientras la ausencia de Dios y de toda verdad, da lugar al
relativismo, la dictadura y el totalitarismo: es esta la conocido tesis de
Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. ahora bien, ¿será esto cierto? Para responder a
esta pregunta, veremos en primer lugar 1) lo que dice el papa sobre la religión
y la democracia, después 2) abordaremos su discurso sobre el ecologismo y, en
fin, intentaremos ahondar en el dilema establecido y ya planteado entre la
razón y el relativismo.
I. DEMOCRACIA Y LAICIDAD
Un papa en el
parlamento. Esta ya podría ser una primera pregunta que nos podríamos plantear:
¿qué hace un papa en una institución política? ¿No sería este un gesto poco
moderno, más acorde con otras épocas pasadas ya felizmente superadas? Benedicto
XVI afirmó que iba allí como sucesor de Pedro y como ciudadano alemán. También
el papa puede decir algo interesante en el parlamento más poderoso de Europa.
El Reichtstag es el edificio más
emblemático del poder popular en Alemania, reconstruido según el estilo
posmoderno tras la unificación alemana. Está situado junto al hermoso e
histórico Paseo de los Tilos (Unten den
Linden) y no lejos de la Puerta
de Brandenburgo, en el corazón del Berlín más deslumbrante. En el Reichstag hallan su sede actualmente las
dos cámaras del parlamento federal alemán (Bundesrat,
la cámara baja, y el Bundestag, la
cámara alta).
Allí iba a
tener lugar lo que John L. Allen ha llamado «el mejor discurso de su
pontificado». Toda una síntesis del pensamiento del papa sobre la democracia en
el Estado liberal. Der Spiegel
calificó el discurso de «valiente y brillante», el Bild lo tildó de «pieza maestra». También el Frankfurter Allgemeine Zeitung publicó íntegra la intervención
papal y el London Guardian publicó un
amplio comentario del discurso.
Tal vez esto
podría ser ya una pequeña muestra de que la religión tiene un espacio social y
mediático, una cierta visibilidad social. Sin embargo, como se sabe, no todo el
mundo estaba de acuerdo con esta intervención. Días antes una campaña había
movilizado a decenas de diputados en contra de la presencia del papa en el
Bundestag, aunque –como observaba con ironía la misma prensa– antes se había
visto a los mismos representantes aplaudir en pie el discurso de Vladimir
Putin, mientras su aviación y artillería arrasaban Chechenia…
¿Era oportuno
un discurso del papa hablando sobre la libertad y la democracia? El papa se
dirigió a la tribuna de oradores. Después de equivocarse de lugar donde había
de pronunciar el discurso, hubo de ser conducido por el presidente del
parlamento al lugar previsto. Ejerció pues de profesor despistado… Empezó. «Desde mi responsabilidad internacional –afirmó de
un modo bastante aséptico, a mi modo de ver–, quisiera proponerles algunas
consideraciones sobre los fundamentos del Estado liberal de derecho».
Iba a los fundamentos, por tanto, y no a las soluciones concretas. Iba al
fondo de la cuestión. Ejercía allí casi más de profesor alemán que de papa. Acudiendo al relato del rey Salomón, Benedicto XVI extraía
leccionas para los políticos en el antiguo testamento, libro inspirado
compartido también por los judíos. Era una llamada a la sabiduría y a la anticorrupción,
que nunca viene mal, incluso en su querida Alemania.
La sabiduría de Salomón nos podía hablar sobre el sentido de la política
actual. «La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las
condiciones básicas para la paz, decía allí el papa. Naturalmente, un político
buscará el éxito [=la mayoría o ganar las elecciones], que de por sí le abre la
posibilidad a la actividad política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la
voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede
ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación
del derecho, a la destrucción de la justicia». El éxito electoral o político no
puede estar por encima de la justicia y del sentido del derecho. Cuando estos
desaparecen, entonces sobrevienen males para todos.
La democracia
ha de tener en el corazón este concepto de la justicia y del derecho. En contra
de toda posible dicotomía o separación, el papa pedía una justicia política y
una política que se avenga a los dictámenes de la justicia y por tanto de la
ética. Si no, sobrevendría el desastre, preconizaba, casi diagnosticaba. Y
continuaba citando a san Agustín: «“Quita el derecho y, entonces, ¿qué
distingue el Estado de una panda de ladrones?”. Nosotros, los alemanes, sabemos
por experiencia que estas palabras no son una mera quimera».
Una de las
primeras medidas que tomó el nacionalsocialismo fue controlar los órganos
judiciales (puso a sus jueces-títeres del régimen), a la vez que suprimía toda
referencia moral universal. El nazismo se sirvió así del relativismo para
hacerse con el poder y eliminar cualquier posible resistencia.
También en
aquella ocasión el olvido de Dios llevaba al final al olvido del hombre. «El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo»,
sentenció el papa. El ser humano puede construir o destruir: puede construir un
jardín o plantar un bosque, pero también puede provocar un desastre, diseñar un
desierto, un lugar inhóspito y poco humano. Y lo que es todavía peor: puede
autodestruirse. «Se puede manipular a sí mismo, continuaba diciendo el papa.
Puede, por decirlo así, producir seres humanos y privar de su humanidad a otros
seres humanos que sean hombres». Puede en definitiva matar y atentar contra la
dignidad de las personas, como demuestran la historia y los periódicos uno y
otro día.
Por eso hacen falta la ética, la justicia y la sabiduría. «La petición
salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también
hoy el político y la política misma», recordaba Benedicto XVI.
Esto no era
una tesis fundamentalista o neoconservadora –seguía argumentando el papa–, sino
un diagnóstico empírico, una verdad comprobada en más de una ocasión. El
cristianismo deja hacer al político, mientras no entre en el ámbito de la
ética, porque –sin ella– todos perdemos. «Contrariamente a otras grandes
religiones –seguía Benedicto XVI–, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado
y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una
revelación». Tan solo remite a la ética, a la justicia, al derecho.
No existe una
concreta orientación o partido cristianos o católicos, recuerda el papa, sino
que los cristianos han sido animados a dar a Dios lo que es de Dios, y al César
lo que es del César. Es lo que el papa ha llamado «laicidad positiva», que se
opone al «laicismo negativo», que querría sacar a la religión fuera de la
esfera pública e meterlo en las sacristías. No se requiere una política
confesional para defender los derechos humanos, entre los que se encuentra
también la libertad religiosa. Basta con estas instancias comunes. La «laicidad
positiva» es una consecuencia directa de los conceptos de libertad y de
justicia.
Laicidad
positiva: haría falta apelar al nombre de Dios para que la paz, la justicia y
la libertad tengan un espacio verdadero y real en la vida social. Pero esto se
puede también lograr, insiste el papa una y otra vez, si tenemos en cuenta las
instancias de la verdad y la razón. Pongamos un ejemplo. «Un día después
–comentaba un jurista–, con la experiencia de Ratisbona sin duda en la memoria,
el papa planteó con suma delicadeza a los representantes musulmanes el reverso
su mensaje: la importancia de la laicidad».
El papa alemán
había reconocido antes que los musulmanes se han convertido en un «componente»
de Alemania, durante un encuentro con representantes del islam. «La presencia
de numerosas familias musulmanas –dijo allí, en un Berlín con amplia
representación musulmana– desde los años setenta del siglo pasado se ha convertido
en una característica creciente de este país». Habría que recordar que en
Alemania residen entre 3,8 y 4,3 millones de personas de confesión musulmana.
La realidad actual alemana es multicultural, multikulti, como dicen allí. Verdad y laicidad son dos instancias
complementarias. La verdad no necesita del fundamentalismo o del pensamiento
único para hacerse valer en la sociedad. Ella misma se impone.
El escritor argentino Jorge Luis Borges definió la democracia como la
dictadura del número. Esto es cierto cuando no existe un concepto universal de
verdad, de justicia, de libertad. El papa criticaba esta apreciación puramente
numérica y cuantitativa de la democracia y del bien social. «Para gran parte de
la materia que se ha de regular jurídicamente, continuaba el papa su discurso
en el Bundestag, el criterio de la
mayoría puede ser un criterio suficiente». No basta con la superioridad
numérica, sino que se requieren criterios que vayan más allá de la mayoría
parlamentaria. Hay que oponerse a toda tiranía, también a la numérica.
Volvió entonces a apelar a la historia del país germano. «Basados en esta
convicción, los combatientes de la resistencia han actuado contra el régimen
nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al
derecho y a toda la humanidad». Los que se opusieron a la opresión de la
dictadura nazi –cristianos o no– lo hacían apelando a la razón, a la
conciencia, a la justicia, a la condición humana, a la dignidad de la persona.
El
cristianismo –seguía diciendo– «se ha referido a la naturaleza y a la razón
como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón
objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas
estén fundadas en la Razón creadora de Dios». Dios es razón, el Logos que ha
creado por amor, como recuerda el prólogo del evangelio de san Juan. Por eso
cabe apelar a la razón y a la conciencia, a la naturaleza y a la ley natural,
que es apelar en última instancia a Dios creador.
Todo esto
procede de esa Razón que es amor al mismo tiempo, y que ha creado todas las
cosas. Pero también es legítimo apelar a estas instancias intermedias y
comunes: la razón, la conciencia, la naturaleza. En ámbito social y político,
el papa no remitía de modo directo a la fe, sino que lo hacía sobre todo a la
razón. Es una consecuencia de las relaciones abiertas entre la fe y la razón,
entre Iglesia y Estado, y del concepto de laicidad positiva, en última
instancia. Siendo realidades distintas, no tendrían por qué presentarse
distantes. Pueden mirar –desde la diferencia– en la misma dirección.
II. LA PREGUNTA DEL ECOLOGISMO
El problema de
este mundo por tanto, como decía Chesterton, no es tanto la falta de fe sino la
falta de razón. A veces hay demasiada credulidad, excesiva superstición ideológica
o presuntamente científica. La razón y la conciencia constituyen una plataforma
común, un punto de contacto para todos los ciudadanos, creyentes o no. La
naturaleza y el medio ambiente constituyen también nuestro hábitat, el entorno
común que todos compartimos. Y aquí venía el conocido guiño de Benedicto XVI a
los ecologistas.
Tras hacer
referencia a esos edificios que no tienen ventanas al exterior y toda la vida
que discurre dentro es del todo artificial, el papa pronunció la conocida parte
del discurso rabiosamente aplaudida por los parlamentarios verdes y los
ecologistas que quedaban en la asamblea parlamentaria. «Diría que la aparición
del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta
–afirmaba el papa–, aunque quizá no haya
abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco,
un grito que no se puede ignorar ni relegar, porque se percibe en él demasiada
irracionalidad».
El atentar
contra la naturaleza es un ejercicio irracional. Algo de sintonía existía entre
las posturas pontificias y las de los movimientos ecologistas, si bien el papa
lo relaciona siempre con el dogma cristiano de la creación. La naturaleza y el
medio ambiente han de ser tutelados porque han salido de las manos de Dios y
porque son valiosas en sí mismas. En ese acto creador han cobrado un logos, un sentido del que no podemos
disponer arbitrariamente. Es de aquí de donde nace la categoría del respeto a
la naturaleza.
Por eso,
seguía diciendo el papa, hace falta también ver la naturaleza con una mirada
amplia. «Una concepción positivista
de la naturaleza, que comprende la naturaleza en modo puramente funcional, como
las ciencias naturales la explican, no puede crear ningún puente hacia el ethos y el derecho, sino suscitar nuevamente
sólo respuestas funcionales». Una visión de la naturaleza que sólo busca su uso
y disfrute acaba por destruirla. La naturaleza no
está sin más para ser usada, sino para que sea mirada con respeto y amplitud,
para vivir en ella.
Pero también
se refirió a ese trozo de naturaleza que hay dentro de nosotros: a la ley
natural por excelencia, la que está escrita en nuestros corazones, decía san
Pablo. Esta ley natural sería a su vez el fundamento de los derechos humanos,
aunque tal vez esta terminología había dejado de estar de moda en cuanto tal.
Tal vez el movimiento ecologista esté ayudando, de modo indirecto, a fijar de
nuevo nuestros ojos en ella. Aparte de las leyes civiles hay una ley natural,
escrita en los corazones, en la mente y en la conciencia.
No basta un
mero positivismo jurídico sin más para legislar. Las leyes no son solo buenas
porque hayan sido promulgadas, sino sobre todo porque custodian lo mejor de la
naturaleza, de la persona humana y de la sociedad. La teoría contraria
prevalece sin embargo hoy en ámbitos especializados, seguía recordando: se
trata del positivismo jurídico, cuyo máximo representante es el austríaco
afincado en Estados Unidos Hans Kelsen (1881-1973), uno de los “padres” de la
democracia del siglo XX.
El papa citó
un texto escrito por el jurista austriaco a los 84 años, e ironizó con esa que
es su misma edad: «es animante descubrir que todavía se puede decir cosas
interesantes a esa edad…». Fina ironía a la que nos tiene acostumbrados y que
encontró su eco en el foro político en que se encontraba. Aquí sin embargo con
seriedad Benedicto XVI presentaba lo que podríamos llamar «el caso Kelsen» y su
última evolución a partir del positivismo jurídico. El mismo autor
austríaco-estaunidense había afirmado que la postura del político había de ser
como la de Pilatos cuando se lava las manos: para él, el problema de la verdad
no es un problema. Simplemente la ignora y se deja guiar por principios más
pragmáticos. «Quisiera indicar
brevemente –explicaba el papa– cómo se llegó a esta situación. Es fundamental,
sobre todo, la tesis según la cual entre
ser y deber ser existe un abismo infranqueable [típico en Kant]. Del ser no
se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente
distintos».
Benedicto XVI
no quería renunciar a los logros obtenidos gracias al positivismo jurídico en
el gobierno de las sociedades y en las democracias actuales, pero advirtió que
en sí mismo «no es suficiente» para determinar lo que es justo o injusto.
Aparte de la positividad se requería un poco de sabiduría, que nos lleva hasta
la misma verdad, hasta la naturaleza, hasta el ser de las cosas.
Vayamos
entonces a la cita en la cual el papa traía a colación un segundo Kelsen. «El gran teórico del positivismo jurídico –dijo
Benedicto XVI–, Kelsen, a la edad de 84 años –en 1965– abandonó el dualismo de
ser y de deber ser». Sería este un giro de madurez, un verdadero giro
copernicano en los planteamientos positivistas. La naturaleza podría entrar en
el problema, tal como habían planteado inicialmente los verdes alemanes, y que
volvía a proponer ahora el papa alemán. La naturaleza tiene que ver también con
la política (no solo con la biología), y el ser con el deber ser, concluyó a
una edad madura el filósofo del derecho austriaco. Era esta la lección que
sacaba Benedicto XVI de un maestro arrepentido del positivismo jurídico.
Hemos de
encontrar pues ese vínculo entre ser y deber ser, entre ética y política, entre
naturaleza y actividad humana. Es lo más seguro para todos y para ese medio
ambiente que todos queremos preservar. Al abandonar la verdad común a todos los
mortales, se acaba cayendo en la arbitrariedad y, con ella, en la ley del Far
West o del más fuerte o el más rápido... Esto se puede ver, por ejemplo, en
algunos desastres ecológicos o en algunos planteamientos en torno a la
bioética: manda el que tiene la motosierra o la pipeta en la mano, no el más
digno, el más necesitado o lo más ecológico, como se dice ahora.
El mensaje del
papa, apelando a la razón y la naturaleza, tuvo entonces su acogida. Como
señalaba un analista francés, «se podía leer en la expresión de las caras y en
los aplausos en el Reichstag:
reflejaban una admiración sincera, paradójica... algo así como quitarse el
sombrero ante el artista, incluso no pudiendo compartir su perspectiva». A
pesar de la procedencia tan distinta y plural del distinguido auditorio, la
argumentación había convencido. Un nuevo ejemplo de cómo la fe puede ir al
encuentro de la razón secular.
III. ¿RAZÓN O
RELATIVISMO?
¿Razón o relativismo? He aquí la cuestión planteada en este discurso,
podríamos ir así concluyendo y cerrando el círculo. Tras abordar las cuestiones
de la democracia y del ecologismo, Benedicto XVI abordaba este dilema, esta
cuestión crucial. Afrontemos pues este debate con un ejemplo concreto. En un
artículo titulado “La ‘dictadura’ del relativismo” (con la segunda palabra
entrecomillada) un catedrático de Filosofía política refutaba el discurso de
Benedicto XVI en el Reichstag. «La música de Ratzinger suena bien –decía– pero
el problema está en la letra», y así contraponía las palabras de Benedicto XVI a
un Kelsen distinto al citado por el papa Ratzinger en el Parlamento alemán.
«Un Estado democrático –argüía nuestro profesor– no puede aceptar que lo
que, para los creyentes es pecado, sea un delito para el resto». Lo cual llama
todavía más la atención pues Benedicto XVI no habló en ningún momento en
términos de virtud o pecado, sino de razón, justicia, naturaleza, ecología o lo
que ahora se llama ética universal (aunque también con una concepción
distinta).
¿A qué venían entonces esa falsa cita catequética, o las posteriores alusiones
al nacional-catolicismo que hacía ese profesor? ¿No estábamos volviendo al
laicismo negativo? No era esa sin embargo la lógica del papa, quien –como
veíamos– se mueve en la órbita de la laicidad positiva. Hemos de saber diferenciar
entre el nivel jurídico-positivo, el ético-filosófico (el papa se movía a este
nivel, como veíamos) y el religioso, del que también se suele ocupar el papa pero
en otras sedes y ocasiones.
Pero no en el Reichstag, pues el
público allí presente –como acabamos de ver– era bastante plural. Se puede pues
hacer una defensa del medio ambiente y de la persona humana, sin necesariamente
referirse a verdades de origen revelado, es decir, sin argumentos estrictamente
religiosos. La razón bastaría para llegar a un consenso sobre cómo tutelar a la
naturaleza y a los individuos.
Ahora bien, comparar el relativismo con el nacionalsocialismo, con una panda
de ladrones y delicuentes, ¿no es esto demasiado? ¿No es el relativismo lo más
tolerante y lo menos dogmático? ¿No resulta la religión el origen de todo
fanatismo, de todo fundamentalismo, de toda guerra de religión, tal como
recuerda una y otra vez el prejuicio ilustrado? ¿No se sigue matando todavía en
nombre de Dios? Son las preguntas que se suelen hacer.
Es verdad que, en el seno de la religión, han surgido momentos de fanatismo
y fundamentalismo. Sin embargo, la historia nos demuestra que las mayores masacres
por ejemplo del siglo pasado no se hicieron precisamente invocando el nombre de
Dios. Hitler –por poner ejemplo, sin citar a otros– fue «un ídolo pagano», tal
como recordó el papa más adelante ante los judíos allí presentes. El olvido de
Dios trae consigo el olvido del hombre, hemos dicho; pero también el olvido de
la razón, de la verdad y de toda justicia y derecho.
El cristianismo –estaba diciendo–, en este sentido y en estos momentos,
deja hacer a la política; pero a la vez apela a la razón, y no a la fe (es esta
la laicidad positiva de nuevo). Niega el relativismo, porque lo que es
intolerante es la ausencia de verdad. Si Dios no existe, decía Iván Karamazov,
todo me está permitido. Lo mismo se podría decir de la verdad: si esta no
existe, todo nos está permitido. Debe existir la verdad, y –junto a ella– la
más absoluta libertad.
Por eso cabe la laicidad positiva, la mentalidad laical o la “legítima
autonomía de las realidades temporales”, como dice el concilio Vaticano II. «Contrariamente
a otras grandes religiones –recordaba Benedicto XVI–, el cristianismo nunca ha
impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento
jurídico derivado de una revelación». Es decir, no ha impuesto un sistema
fundado en el binomio virtud-pecado, sino en el bien y el mal cognoscibles por
todos con la propia razón y con la luz de la conciencia.
El problema no es una falta de fe, sino de razón, decíamos, aunque esa
razón humana, el logos humano, se
fundamenta en el Logos divino, es decir, en el Verbo, la segunda persona de la
Trinidad. Para Ratzinger existe una continuidad entre el Logos divino, el logos de las cosas (la naturaleza, el
sentido de las cosas) y el logos humano,
es decir, la razón. Era éste el fundamento teológico de este punto de contactos
con todos, creyentes o no: la existencia de un Origen que ordena cosas y
personas hacia la propia realización, hacia su propio fin natural. A este
Origen se puede llegar también sin tener fe, aunque para un cristiano tal
origen será una Trinidad de personas, en comunión de verdad y amor.
Hoy en día nadie sostiene que contaminar un río o incendiar un bosque sea
un comportamiento responsable. Aquí no somos relativistas, sino que nos damos
cuenta de que nos introducimos en una esfera que no nos pertenece. Aquí sí
tenemos un mismo concepto de naturaleza, no somos arbitrarios. El papa tan solo
reclamaba eso: razón, ética, conciencia, naturaleza, verdad, justicia, derecho,
tal como sugirió de puntillas el último Kelsen. Son estos los mejores guardines
de la democracia, y lo que impide que esta degenere en la dictadura del número
o en la panda de ladrones. Porque esta instancia común es algo común a todos, y
porque es lo más seguro para todos.
La verdad es lo más tolerante, no un relativismo en el que (aquí de nuevo
la evidencia histórica) se acaba imponiendo el más poderoso, el más astuto o el
que convierte lo relativo o lo propio en un absoluto. Nace entonces un
absolutismo, una dictadura, el totalitarismo del relativismo. Es cierto que
existe un fundamentalismo de origen religioso, pero hay otro no menos cruel que
es el fundamentalismo de origen ateo, igualmente ajeno a la razón
(curiosamente, en Google solo se encuentra el fundamentalismo religioso).
Podríamos poner un último ejemplo, que presenta sus paralelismos con otros
continentes: el nacimiento de Europa. «A este punto, debería venir en nuestra
ayuda el patrimonio cultural de Europa, decía allí el papa. Sobre la base de la
convicción sobre la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el
concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres
ante la ley, la consciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada
persona y el reconocimiento de la responsabilidad de las personas por su
conducta».
Una instancia superior ha creado todo este marco de convivencia, ha
protegido y tutelado a la persona durante siglos. Vayamos pues a los orígenes. «La
cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma,
recapitulaba el papa: del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón
filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple
encuentro configura la íntima identidad de Europa».
La síntesis de estas tres ciudades –Roma, Atenas y Jerusalén– creó un
continente donde los derechos de cada uno se le reconocían por su propia
condición de persona. La razón griega, la fe bíblica y el derecho romano han
creado un marco de convivencia, a pesar de sus idas y venidas, durante siglos.
El resultado ha sido una gran civilización, rica y plural. Por eso, en una
sociedad globalizada, posmoderna y multicultural como la actual, el recordar
los orígenes de la cultura europea no es un canto a la nostalgia, sino el
establecer las mejores condiciones para una convivencia pacífica.
Y esta lección europea podría servir también a los políticos, principales
responsables de los derechos de los ciudadanos. Era esta la clase impartida en
el Bundestag por Benedicto XVI. Por
eso el papa alemán acababa con una petición que casi parecía una oración, y
realizaba una nueva referencia al monarca sabio. «Al joven rey Salomón, a la
hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si
nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué
pediríamos nosotros? Pienso que, también hoy, no podríamos desear otra cosa además
de un corazón dócil: la capacidad de
distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de
servir a la justicia y la paz. Gracias por su atención», terminó diciendo el
papa.
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