II. El Padre
misericordioso
1. “En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el
Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado
a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito»” (Lc 10,21). En estas
palabras que hemos escuchado en el Evangelio, el Señor nos dice que el Reino de
los cielos no se puede alcanzar a base de éxito y lo que ahora llamamos “un pelotazo”,
sino con humildad y haciéndonos pequeños. Tal como hizo Jesús, el papa
Francisco se dirige a los más pobres y necesitados; tal vez ahora nos
consideremos pertenecientes a este grupo, sobre todo ahora al final del cuatrimestre,
con el agobio de los exámenes… Sin embargo, también es verdad que seguro que
hay otros que están más necesitados que nosotros. Para darnos cuenta de esto,
hemos de hacernos pequeños, y hacernos pequeños no quiere decir sin más
anularnos, minimizarnos, aniquilarnos. Quiere decir que seamos lo que realmente
somos: algo, alguien, pero menos, poca cosa… Menos es más, dicen los
minimalistas.
La humildad no es hacerse una especie de harakiri
psicológico o espiritual, por el que nos convertimos en gusanos a los ojos de
los demás y a los propios nuestros. “La humildad es la verdad”, decía santa
Teresa, una mujer con gran personalidad y realismo. No sé si sabéis el chiste
aquel de un elefante y una hormiga que iban corriendo a gran velocidad por la sabana
cuando, de repente, la hormiga le da un codazo al elefante y le dice: “psst, psst, ¿has visto qué polvareda
estamos levantando?”... Tal vez esa hormiga no era demasiado realista: no se
conocía demasiado bien. En el fondo, la humildad es conocernos de verdad,
porque “la humildad es la verdad”, ni más ni menos: sin añadir méritos que no
van a hacernos crecer un palmo, ni minimizando las cosas buenas que Dios nos ha
dado. En los consejos que el diablo experto daba a su sobrino el demonio novato
en las famosas Cartas del diablo a su
sobrino, C.S. Lewis recordaba cómo Dios “quiere conducir al hombre a ese
estado de ánimo en el que podría diseñar la mejor catedral del mundo, y saber
que es la mejor y alegrarse de ello” (esto pienso que ilusionará de modo especial
a los arquitectos, tan vapuleados los pobres en los últimos tiempos; aunque
–como se dice ahora – están de remontada).
2. Pero decíamos que la humildad es la verdad: conocernos
de verdad y darnos cuenta de que no damos para tanto… Entonces nos acordamos
más de Dios y los demás. Somos realistas, porque Dios es realista. La humildad
es ser como somos, ni más ni menos; y eso exige aceptarnos antes de querer
cambiar porque, si no nos aceptamos, cambiaremos a otra persona, pero no a
nosotros: tal vez a alguien que no existe. La humildad exige no querer ser algo
distinto de lo que realmente somos. A veces nos vienen mimetismos, por los que
queremos convertirnos en algo distinto, en alguien distinto: copiamos. E
incluso nos disfrazamos de aquella persona a la que admiramos. Eso puede estar
bien, siempre y cuando no perdamos nuestra propia personalidad, y el personaje
–como se suele decir– no se coma a la persona. No, hemos de aceptarnos a
nosotros mismos como somos, y entonces seremos capaces de aceptar el inevitable
sufrimiento, de aceptar a los demás y de asumir –como se dice ahora– “lo que
hay”. Viviremos entonces al día, en el presente, y no con los relojes parados,
retrasados o adelantados. Porque “amor solo se conjuga en presente”, como decía
aquel maestro espiritual. “El ayer es historia, el mañana es un misterio, pero
el hoy es un regalo: por eso lo llamamos presente”, dice con un ligero
anglicismo aquel tipo patoso que se convierte en karateka en la película Kung Fu Panda (2008).
“Haz lo que debes y está en lo que haces” (Camino 815), repite san Josemaría. Eso
es realismo. Ahora estudiar como un campeón-a, intentando sacar el mayor
rendimiento a tu tiempo, tu mente, tu memoria y tu cerebro. Ese es el realismo
cotidiano que Dios te pide: “Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es
una hora de oración” (Camino, 335).
Sí, para alguien que hace oración, que “pierde” el tiempo con Dios, estar
frente a los libros, tablets o
apuntes (estrujándote el cerebro, hasta que acabes agotado al final del día,
con dolor de cabeza) es como estar una hora aquí, arrodillado en primera fila
durante una hora. Pero para eso necesitamos sacar tiempo para Dios, hacer
oración, “perder el tiempo con Dios”, como estáis haciendo ahora. Estos minutos
los estáis convirtiendo “en oro, en gloria”, como volvía a decir el fundador de
esta universidad (que de aprovechar el tiempo sabía un rato, nunca mejor
dicho).
Ahora, podéis ofrecer todos esos minutos, horas de
estudio y unirlos al memorial de la pascua del Señor, al sacrificio de Cristo
en la cruz que actualizamos en la santa misa. Si existe un “Estudio solidario”
por el que puedes ganar con tus horas de estudio un dinerillo para pobres y
necesitados, ahora puedes ser todavía más solidario: puedes enviar todo ese
tiempo de estudio, que es oración, convertido en gracia, a cualquier punto del
planeta, donde más lo necesiten. Santificar el trabajo o el estudio es llevarlo
a la misa, como puedes hacer ahora. Entonces entendemos lo que quería decir san
Josemaría cuando decía que “el tiempo es gloria”.
“Todo me ha sido entregado por mi Padre –sigue diciendo
el Señor–, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre
sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10,22). Cristo
nos revela al Padre: nos lo muestra, nos lo da a conocer. Decía un biblista
que, si Jesús hubiera venido a decirnos tan solo una palabra, habría sido esta:
“Abbá, Padre”; de hecho, todo el Evangelio de san Juan –me explicó un profesor
de sagrada Escritura– es al Señor hablándonos y señalando continuamente al
Padre. Si nos hacemos pequeños como niños, podremos conocerle y reconocerlo. La
humildad de hijos nos ayuda a descubrir a ese Padre increíble, a ese Padre
misericordioso que tenemos. Vamos a empezar el Año de la misericordia, y lo
primero que tendremos que hacer es redescubrir a ese Padre nuestro: es el Padre
del hijo pródigo, que sabe esperarle. Pero además está ansioso por verlo
llegar: se asoma a la ventana, se sube a la terraza, otea el horizonte, sube a
un monte cercano para ver si ve a su hijo llegar a lo lejos.
Y cuando lo descubre en el horizonte, lleno de harapos y
hecho un asco (ya te acuerdas qué ganado había pastoreado y a qué olía),
entonces “se echó a su cuello [sin hacer ascos], lo llenó de besos, le puso un
traje nuevo y un anillo”, símbolo de reconocimiento como su hijo. Él, que había
sido el hijo perdido, pródigo, que había malgastado la fortuna… (No fue como
preguntó una vez un sacerdote un tanto temerario a un grupo de niños en un
colegio: “¿en qué se gastó el hijo pródigo el dinero de la herencia?”. Y de
repente se levantó una mano inocente y con voz no menos inocente dijo: “en
maquinitas…”). No, no se lo gastó en maquinitas; pero su padre no se lo
reprochó, no le dijo: “soy un padre que quiere a sus hijos, pero le esperaré
sentado en mi aposento, y él tendrá que venir hasta mí…” No, el padre de la
parábola, el Padre misericordioso no es así: va corriendo a su encuentro, lo
agasaja, lo llena de besos. Por supuesto que lo perdona, incluso antes de que
su hijo pida perdón, aunque se lo tiene que pedir. Os acordáis de la mítica
frase del papa Francisco que ha llenado los confesonarios de todo el mundo:
“Dios no se cansa de perdonar; somos nosotros que nos cansamos de pedir
perdón”.
3. Que no nos ocurra como aquel filósofo ateo, quien dijo
que se había hecho ateo cuando, a los siete años, se sintió mirado por Dios.
¿Qué imagen tenía él de Dios: un Dios justiciero, inmisericorde, fiscalizador?
¿Un Dios cruel que solo sabe castigar y vengarse? ¿Un gran aguafiestas? Desde
luego no era el padre de la parábola del hijo pródigo o –como decía Benedicto
XVI– “el padre misericordioso”, que en realidad es el personaje central del
relato. En una ocasión, un antiguo alumno estaunidense de esta universidad
llamado Stephe O’Donnell –ahora sacerdote– habló con un amigo suyo, connacional
y episcopaliano, y también ex-alumno nuestro. Hablaron sobre la filiación
divina, sobre cómo somos hijos de Dios. Al final, el episcopaliano le dijo: “me
he dado cuenta de que vosotros los católicos, además de pecadores, os sabéis sobre todo hijos de Dios”. Cuando le
contaron esto a don Álvaro del Portillo, comentó: “ese chico no está lejos; ha
entendido”.
Es verdad: a veces nos sabemos pecadores, pero no tanto
hijos de Dios, aunque seamos hijos pródigos. Vamos a encomendarnos pues a
nuestra Madre, ella que entró tan bien en esta dinámica y por eso es Madre
inmaculada, Madre de misericordia, Madre del amor hermoso: que ella nos ayude a
entenderlo, a descubrir y a redescubrir al Padre que tenemos. La maternidad de
María es una prolongación de la paternidad de Dios, y la misericordia de ella
es una participación de la misericordia del Padre. Podremos así repetirle esas
palabras de Felipe al Señor: “muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14,8). Que
así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario